Salir de nosotros mismos, de nuestro propio querer e interés para valorar y reconocer a los demás, es un signo de crecimiento y madurez humana y religiosa sorprendentes. Atrincherados en nosotros mismos, mirando y juzgando a todos desde nuestra propia visión de las cosas, encontramos que los demás no son dignos de confianza porque no piensan y opinan como nosotros. Tenemos tendencia a adjudicarnos cierta infalibilidad en lo que decimos y pensamos que llegamos a creer que los demás, la realidad y lo que ocurre a nuestro alrededor es como nosotros lo vemos, lo pensamos y lo decimos. Esta actitud denota falta de libertad interior y temor a que puedan cuestionar nuestras creencias, que a veces la sostenemos a fuerza de desplantes y descalificaciones a los demás. Juan, el bautista, en aquel maravilloso gesto de indicar a Jesús como el Cordero de Dios y decir que Jesús «existía antes que yo», nos da una lección de lo importante que es considerar a los demás como alguien distinto a nosotros y digno de respeto y valoración. No necesitamos buscar personas como nosotros, sino distintas. Buscarnos a nosotros mismos en los demás no es un gesto de sinceridad con los otros sino un acto de egocentrismo refinado. Jesús, no será jamás una extensión de nosotros mismos, y su visión del mundo y de los demás tal vez no coincidan con la nuestra. Para ser discípulos de Jesús debemos estar dispuestos a abandonar nuestras trincheras y abrirnos a la novedad y la sorpresa.
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