Mateo 6,7-13
Al orar, no hablen mucho como hacen los paganos, creyendo que Dios va a escuchar todo lo que hablaron. No sean como ellos, pues su Padre ya sabe lo que ustedes necesitan antes de que se lo pidan. Ustedes oren así: Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre; venga tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo; danos hoy el pan que necesitamos; y perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación; y líbranos el mal.
VIVIR DESDE EL CENTRO DE NUESTRO SER
La serenidad es tanto un sentimiento como una actitud. Se cultiva y brota de lo más profundo del ser. El sentimiento de serenidad nace del amor que cultivamos en Dios por medio del silencio y la oración, y la actitud que brota de allí es la confianza. Por lo tanto, la serenidad es esa maravillosa combinación de amor y confianza que nace como fruto de una profunda comunicación con uno mismo en Dios.
Serena es la persona que siente que se ha liberado de sí misma, que se ha desapegado de vivir pendiente de sus necesidades y deseos porque ha encontrado en Dios el descanso para su espíritu. Como dice aquella conocida oración de San Agustín “Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.
Esta serenidad es signo ante todo de que Dios está en el corazón de una persona. Su presencia misteriosa lo inunda todo, lo llena todo. Todo nuestro ser encuentra reposo en Él.
¿Cómo puedo lograr vivir con serenidad? El primer paso es dejar de lado las ilusiones, las imágenes, que nos hemos forjado de nosotros mismos. Muchas de nuestras ansiedades y preocupaciones son causadas por el anhelo de controlarlo todo y de mantener firme la “fachada” que proyectamos de nosotros a los demás. Nos gusta que los demás nos vean como personas fuertes y seguras para esconder nuestras inseguridades y debilidades. No necesitamos ser fuertes y seguras todo el tiempo, lo que necesitamos es aprender a confiar en Dios y en su acción. Tener fe no significa solamente creer que Dios existe, sino creer que Dios actúa.
La serenidad tiene relación con la paz interior. La oración del Padre Nuestro, por ejemplo, es la plegaria por excelencia de la serenidad. Es la oración del abandono en Dios y de la confianza en su providencia. Es una oración que nos ayuda a mirar todo lo que ocurre en la tierra con el corazón puesto en el cielo, y a dejar todas las cosas y a las personas en Dios. La serenidad viene como consecuencia de saber en quién hemos puesto la confianza (2 Tim 1, 12).
En segundo paso es aprender a saborear y valorar el tiempo. La serenidad es incompatible con la ansiedad o los “apuros”. La presión que vivimos por tener todo bajo control nos ha quitado la serenidad. Queremos “digitalizar” la vida de los demás y bajo el famoso lema “lo hago por tu bien” hemos asumido un rol que no nos pertenece, quitándole a los demás su derecho a ser. Necesitamos aceptar que las personas son buenas y tienen derecho a ser como son, y al mismo tiempo de que pueden cambiar. Crecerán y madurarán a su debido tiempo. No somos “dueños” de los demás, debemos dejarlos en paz. Por supuesto que está bien acompañar el proceso de crecimiento, pero debemos confiar en Dios y en la capacidad de desarrollo que hay en ellos.
La serenidad toma en serio el tiempo. Las personas no somos “seres enlatados”. No somos un producto envasado como los que encontramos en las góndolas de un supermercado. Nosotros vamos madurando, nos vamos haciendo poco a poco porque somos hijos del tiempo. Debemos tomar el tiempo en serio y respetarlo para vivir serenamente. Cuando Jesús habla del Reino de Dios utiliza muchas imágenes para explicarlo, y en una de ellas utiliza la semilla. Y dice: «El Reino de Dios se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra: que pasan las noches y los días, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece; y la tierra, por sí sola, va produciendo el fruto: primero los tallos, luego las espigas y después los granos en las espigas. Y cuando ya están maduros los granos, el hombre echa mano de la hoz, pues ha llegado el tiempo de la cosecha» (Mc 4, 26-29).
Necesitamos recuperar el valor del tiempo. Vivir pensando «¡Tengo una cantidad de cosas que hacer y me queda poco tiempo!», nos hace correr de un lugar a otro. Necesitamos tiempo para tener una conversación con los que amamos y fortalecer el vínculo que tenemos con ellas.
El apuro, la urgencia, la desesperación, el control de los demás, por hacer todo y estar en todas partes en el menor tiempo, nos quita serenidad, nos saca de nuestro centro. Andamos tan pendientes de los otros que nos volvemos dependientes de ellos. Las personas que dan valor al tiempo están serenas porque están centradas en su propio ser, tienen paz interior y pueden mirar a los demás sin ánimo de controlarlos. Y, por el contrario, quienes no tienen serenidad interior se debe a que les falta ese eje interior que les da la oración. Se dejan arrastrar por cualquier dificultad y pierden el equilibrio interior. La confianza que suscita en nosotros la oración nos permite abandonarnos a los tiempos de Dios. La serenidad exige mantener constantemente viva la oración y en centro de nosotros mismos en Dios para mirar a los demás y los acontecimientos de la vida desde sus ojos.
Por último, para vivir con serenidad, necesitamos liberarnos de las expectativas que los demás tienen puestas sobre nosotros y de las que nos imponemos a nosotros mismos. No existe nada más contrario a la serenidad y la paz interior que tener esta doble presión. Vivir sometidos a la presión por lograr resultado y compararse con los demás nos vuelve ansiosos y angustiados.
El propio valor no surge de compararnos con los demás sino del conocimiento interior que nos da la oración y la meditación. La oración nos lleva a centrarnos y a profundizar en el propio valor.
Sereno es aquel que está siempre centrado en el valor que Dios le ha dado, libre de los pensamientos con los que se juzga continuamente a sí mismo y a la tarea que realiza. Las personas serenas han hecho la opción porque nada les quite de su eje, de su paz interior. Estas personas han descubierto por medio de la oración el verdadero valor que tiene la serenidad. Se liberan de las propias pretensiones de querer que la vida entre dentro de sus esquemas mentales y dejan a Dios ser Dios.
SIN COMUNICACIÓN EN UN MUNDO HIPERCONECTADO
Existe una manera de gestionar nuestra vida para que sea verdaderamente plena. Algo que no puede faltar nunca: el diálogo interior que nos da la oración.
En ocasiones te encuentras con personas que están incomunicadas consigo mismas. Son incapaces de mantener un diálogo ameno y sincero interiormente. La reflexión personal, la meditación o la oración son una manera de comunicarnos con nosotros mismos y con Dios para ahondar en nuestra propia existencia. Nos ayuda a valorar los logros, a disfrutar del trabajo cumplido, a celebrarlos, y también nos da una amplia capacidad para reconocer nuestros yerros y enmendar los errores.
Cuando carecemos del diálogo interior que nos proporciona la meditación o la oración nos convertimos en un desconocido para nosotros mismos y desconocemos la acción de Dios. Nuestra vida es como una casa tomada, habitada, usurpada por un inquilino intruso. ¿Es posible vivir sin conocer lo que ocurre en nuestro interior, sin ser consciente de los pensamientos y sentimientos que nos habitan?
Las personas que no han desarrollado el diálogo interior les resulta difícil apreciar sus logros y disfrutar sus conquistas. Tienen tendencia a justificar de muchas maneras sus errores, el daño que hacen a otros. No son consciente del bien que pueden hacer, o del mal que están haciendo. No han caído en la cuenta del valor que tienen sus palabras, o el daño que hacen sus silencios. O, lo que es peor aún, creen que no hacen nada bien.
Cuando tienes una comunicación interior entras en diálogo con la fuente de sabiduría que habita en todo ser humano. La reflexión, meditación y oración nos ayudan a encontrar puntos de vistas o perspectivas nuevas que nos enriquecen como persona. Sin comunicación interior vamos por la vida a ciegas.
Cuando vives cultivando la oración creces como persona y maduras espiritualmente. Ser consciente del bien que podemos hacer y del mal que podemos evitar nos hace grandes.
Javier Rojas, sj
El camino del milagro