Muchas veces me ha pasado que al leer los evangelios uno se queda con “sabor a poco” al mirar la figura de San José, esposo de María, papá adoptivo de Jesús. Es que casi como por un reclamo de justicia surge un grito reivindicativo: ¿Cómo puede ser que una figura tan central en la vida de Jesús tenga tan poca visibilidad?… ni siquiera pronuncia palabras propias en los evangelios. Y entonces me doy cuenta, una vez más, que tratar de “hacer decir” al evangelio desdibuja la Buena Noticia y nos distrae con nuestro quehacer justiciero.
La persona de José se hace un poco más transparente si nos animamos a ver en él el regalo de la fe. Así como María lleva en su vientre a Jesús y le transmite toda esa vitalidad humana que sólo una madre durante su embarazo puede transmitir, José le transmite otro tipo de vida, humana también, humanísima, que es la vida de la fe. Por supuesto que María fue también transmisora de fe en el crecimiento de Jesús, pero es José, el descendiente de David, aquél que conecta a Jesús con lo más precioso de la historia de su pueblo.
En estos días rezamos con la genealogía de Jesús que nos describe Mateo al inicio de su evangelio (Mt 1, 1-17). Este evangelista no necesita explicitar que Jesús es descendiente de Adán (como lo hace Lucas), ya da por hecho que es uno de nosotros, de la misma carne y la misma sangre. En cambio, sí se toma el tiempo para recalcar que Jesús está inserto en el mismo tronco del pueblo de Israel, desde las raíces (Abraham) pasando por su tronco principal (David), hasta llegar a todos su frutos y ramificaciones. Esta historia de fe está llena de claroscuros, como cualquier historia humana; no es una genealogía perfecta y sin manchas, pero lleva en su ADN una promesa de salvación que se transmite de generación en generación. De esta manera, Jesús no sólo comparte humanidad con nosotros, sino que también comparte nuestra historia de fe, nuestro ser pueblo, comunidad, asamblea (qahal, como se nombra en hebreo, que luego dará origen a la Iglesia). Este es el regalo de José.
Pero la fe de José no se reduce solamente a una tradición religiosa, la judía, sino que su regalo es una fe asumida y vivida por él mismo. No sólo comparte el linaje de David, sino que él mismo asume la fe en la promesa del mesías y la hace historia en su acompañar a María y a Jesús que viene. El ángel que se le aparece en sus sueños, en el medio de sus peleas con las dudas acerca del embarazo de su prometida, le dice que “no tema en recibir a María” (Mt 1, 20). Probablemente su respuesta de fe luego de este sueño fue hacer de su propia vida un acto de confianza en todo lo que la Ley y los Profetas le anunciaron a él y a todo su pueblo a lo largo de la historia.
La fe de José es una fe silenciosa –no muda- que se recibe como regalo y florece en lo cotidiano. La fe de José es una fe que bebe de los sueños, que se nutre en el deseo y brota de entre las dudas y miedos. La fe de José es una fe puesta en acto, de cuidar y acompañar, de proteger y formar. La fe de José es una fe de segundos planos, capaz de encontrar a Dios en lo pequeño de cada día. Pero la fe de José, sobre todo, es una fe que deja a Dios ser Dios, que no pone palabras en su boca ni mucho menos busca ser protagonista, porque sabe desde el fondo de su corazón que Dios le ama primero y que todo es gracia suya.
En esta navidad pidamos juntos el regalo de esta fe de José para cuidar y acompañar la vida desde la sencillez de una cotidianidad habitada por el Dios que se hace pequeño.
Rafael Stratta, SJ