«Traten a los demás como quieren que ellos los traten a ustedes. Porque si solamente aman a los que los aman, ¿cuál es el mérito de ustedes? ¡También los malos se comportan así! Y si solamente se portan bien con quienes se portan bien con ustedes, ¿cuál es el mérito de ustedes? ¡Eso también lo hacen los malos! Y si solamente prestan a aquellos de quienes esperan recibir algo a cambio, ¿cuál es el mérito de ustedes? ¡También los malos prestan a los malos con la esperanza de recibir de ellos otro tanto! Ustedes, por el contrario, amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada a cambio. De este modo tendrán una gran recompensa y serán hijos del Dios Altísimo, que es bondadoso incluso con los desagradecidos y los malos. Sean compasivos, como también el Padre de ustedes es compasivo». (Lc 6, 31-36)
El éxodo del yo
Una de las primeras cosas que aprendemos a pronunciar de niños, junto con decir papá y mamá, es la palabra «mío»: ¡Esto es mío!
La palabra “mío” se graba tan fuertemente en nuestra mente y corazón, que resulta difícil incorporar la expresión “es de los dos” o “es de todos”. Cuando de niños nos compraban algo y nos decían “es para los dos” o “es para todos” era igual a decir “ya pueden pelear con una razón”. ¿Por qué? Porque existe una tendencia en nosotros de quererlo “todo para mí”. Compartir es lo que viene después del egoísmo. Es la instancia de superación personal, es un signo de progreso y crecimiento humano.
Desde niños nos hacemos conscientes de quienes somos, de lo que ocurre a nuestro alrededor, nos sentimos queridos por las personas que tienen un amor “preferencial” hacia nosotros, y nos damos cuenta de lo importante y necesarios que nos resultan esas personas. Ésta es la primera etapa de nuestra vida.
La siguiente etapa está marcada por la necesidad de aprender a compartir con los demás lo que somos, lo que es nuestro, pero nos damos cuenta que no es un paso sencillo de dar. Es un cambio total de perspectiva y nos exige ponernos en el lugar del otro. Sólo podremos ubicarnos en este nuevo paradigma, si hemos transitado bien la primera etapa y estamos dispuestos a cruzar el mar del egoísmo para entrar en la vida de los demás: entrar en nuevo mundo.
Traspasar las propias fronteras del «yo» para entrar a percibir la vida desde el «tu» es un paso que requiere de valentía y coraje. Hay que estar dispuestos a dejar las propias seguridades y comodidades, e incluso, a luchar contra uno mismo, contra esa tendencia interna de girar sobre uno mismo. Atravesar la primera etapa de nuestra vida es dar un salto cualitativo, significa realizar un éxodo interior que muchos no se atreven a dar.
¿Qué implica la segunda etapa? Aprender a pronunciar y conjugar, con la propia vida, la palabra compartir. Si lo primero que aprendemos es a valorar lo que somos, es decir, el “yo”, el siguiente paso es empatizar con el “tu”.
Aunque pueda parecernos extraño, la madurez del ser humano se configura a medida que se desarrolla y se adquiere la actitud de compartir. En pocas palabras, la madurez de una persona se mide por su capacidad de entrega. Quien atraviesa el umbral de la primera etapa, superado el “yoismo”, emprende un camino de madurez humana que lo conduce al encuentro con el «tú». Desarrollar la actitud de compartir significa romper y salir, poco a poco, del «cascarón» del egoísmo y descubrir la belleza de la vida a través de los ojos de los demás. Cuando contemplamos el mundo a través de los ojos de los demás, nos ubicamos en una nueva perspectiva de la realidad que nos hace descubrir nuevas cosas.
No crean que es fácil compartir. Puede que resulte sencillo dar algo, una porción de algo que es de nuestra propiedad, pero darnos a nosotros mismos, es una realidad que nos hace templar. Dar lo que somos es una tarea difícil porque toca las fibras más íntimas del egoísmo que lo referencia todo a sí mismo. No siempre estamos dispuesto o preparados para romper la inercia de girar sobre nuestro propio ombligo.
Compartir es una batalla interior que tiene como objetivo liberar el amor y su potencial: la generosidad. Debemos aprender a vivir «todo» lo que somos y lo que tenemos, haciéndonos «parte» en el otro. Compartir es una actitud que nos obliga a enfrentarnos al desprendimiento y el desapego.
Sólo si transitamos bien esta segunda etapa estaremos preparados para valorar el «nosotros». Sin este proceso de la conciencia humana y desarrollo afectivo no comprenderemos acabadamente lo que significa dar-nos, ofrecer-nos, compartir-nos con los demás.
Distinto es dar limosna
Sin desmerecer bajo ningún aspecto esta acción, es fundamental que comprendamos que dar de lo que sobra a los demás, no es lo mismo que dar de lo que tenemos. (Cfr. Mc 12, 41-44) Cuando hablamos de compartir-nos referimos a entregar una «parte» del «todo» que somos y tenemos, sabiendo que el vacío que deja lo que se entrega tal vez no sea colmado con lo que recibe de la otra parte, en su totalidad. Al entregarnos, al darnos u ofrecernos al otro, nos enfrentamos al vacío, al desprendimiento y el desapego. ¿Estamos preparados para ser parte cuando queremos ser el todo? ¿Estamos dispuestos a sentirnos “incompletos” cuando no recibimos de los demás la “misma cantidad” que damos?
Por ejemplo. Cuando nos enamoramos de alguien, o sentimos una amistad con alguien nos damos cuenta que esa persona comienza a ser importante para nosotros. Nos percatamos de cuán valiosa es, y a veces surgen los celos y las envidias, aunque no lo confesemos del todo, porque anhelamos que sea «todo» para nosotros.
En el amor y en la amistad una «parte» de lo que somos entregamos a la otra persona. Aceptamos vaciarnos de nosotros para darnos al otro. Al igual que la persona amada o el amigo se ofrenda, se entrega a sí mismo, para hacerse parte de nuestra vida.
Ésta dinámica mantiene su equilibrio mientras ninguno comience a comparar entre lo que da y lo que recibe. Cuando esto sucede, dejamos de alegrarnos por lo que podemos dar a los demás y comenzamos estar pendiente de lo que recibimos. Cuando mi «yo» deja de salir al encuentro del «tu», volvemos a la etapa anterior de referirlo todo a mi «yo». La expresión que encontramos en el libro de los Hechos de los Apóstoles nos deja claro cuál es el cambio de perspectiva y mentalidad que trae la novedad del evangelio: «Hay mayor alegría en dar que en recibir» (Hch 20,35).
La renuncia o desapego a lo «mío» para compartir-me a los demás produce un cierto vacío interior que no debemos buscar rellenar con la ofrenda que el otro nos hace de sí mismo. Si pretendemos cubrir las propias expectativas de felicidad con la parte que la otra persona entrega, significa que no hemos comprendido el sentido de la actitud de compartir. Compartir es celebrar juntos lo que cada uno entrega sin lamentarse por el vacío que se produce en nosotros al entregarnos.
Compartir es sinónimo de vínculo, de relación, de estrechar lazos. Nos habla de justicia, de generosidad, de mirada atenta a los demás, de acciones solidarias. Cuando atravesamos el límite del «yo» se ingresa al ámbito del «tu» y si juntos damos un paso más habitamos en el mundo de lo «nuestro». Lo mío y lo tuyo, al convertirse en lo «nuestro» nos enriquece, nos complementa y surge una nueva conciencia de la humanidad. Salir del «yo», nos enriquece. Abrirnos al «tu» nos llena de novedad, pero ingresar al «nosotros» nos vuelve uno en todos.
P. Javier Rojas, SJ
Rector del Santuario