En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: -«Yo les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda infecundo; pero si muere dará fruto abundante. Quien aprecie su vida terrena, la perderá; en cambio, quien sepa desprenderse de ella, la conservará para la vida eterna.» (Jn 12, 24-26)
La capacidad de amar que tiene un ser humano revela el grado de su evolución. El amor es una semilla en nuestro interior que lleva en sí todas las características de lo que estamos llamados a ser. Y, al igual que en la bellota está contenido el roble, así también todo nuestro ser está contenido en esa capacidad de amar.
Cuando contemplas los bosques nativos, por ejemplo, quedas maravillado de su majestuosidad, fuerza y belleza. Crecen en medio de las contrariedades, robustecen sus troncos y despliegan sus ramas. Hacen sombra, sirven de cobijo a los animales y prestan sus ramas para que las aves aniden en ellas. Para crecer, cada planta necesita afrontar al menos cuatro cosas: la oscuridad de la tierra (humus), la dificultad del suelo, la humedad y la luz del sol. De igual manera, para que cada ser humano pueda desplegar y desarrollar su capacidad de amar, deberá afrontar sus sombras, las contrariedades de la vida, desarrollar su estima y abrirse al misterio de Dios.
Todo lo que lleguemos a hacer será gracias al desarrollo y despliegue de lo que somos. En el desarrollo del amor está nuestra evolución como especie humana. ¿Qué estamos llamados a ser? ¿Qué estamos llamados a hacer?
Puede resultar simplista decir que estamos llamados «a amar y ser amados», sin embargo, el hecho de que una respuesta sea sencilla no significa que no sea verdad. Todo lo que logremos hacer durante nuestra vida, la fuerza y la belleza que expresen nuestras obras, tendrán su principio y fundamento -su fuente más auténtica- en el despliegue del amor que anida en nosotros. Por eso no es raro escuchar que alguien nos responda «¡Con amor!» cuando le preguntamos «¿Cómo lo hiciste?». El amor que somos, puesto en lo que hacemos, es lo que da belleza, sabor y trascendencia a todas nuestras acciones. No seremos “nada” hasta que no desarrollemos lo que somos.
Lo que se hace con amor tiene un sabor distinto porque nace de lo más genuino que hay en nosotros. Lo que hacemos en el amor, con amor y por amor tiene garantía de autenticidad y trascendencia. Al igual que en la bellota está todo lo que el roble llegará a ser, así también en el desarrollo del amor está lo que estamos llamados a ser. El amor en el que fuimos creados debe desarrollarse y crecer, y en esto consiste ser feliz. La felicidad es lo que acontece cuando el amor encuentra caminos para su crecimiento y entrega.
El amor en nosotros tiene al menos tres vías para su desarrollo y crecimiento. Uno de ellos es la gratuidad.
Muchas personas no son conscientes de que la vida es un don que han recibido y que tienen el derecho y el deber de desplegarla. Nadie nace tonto o genio, inútil o superdotado, desdichado o con suerte; pero podemos convertirnos en uno u otro de acuerdo al desarrollo que hagamos del amor que hay en nosotros. Debemos ser conscientes de que la vida es un don de Dios que debemos hacer crecer de manera artesanal.
La gratuidad es un estado de vida, una actitud, que nace de lo más hondo de nuestro ser cuando el amor ha comenzado a crecer. Ser agradecidos es comprender que nadie nos debe nada, que los demás no son deudores nuestros y que nadie, ni siquiera aquellos que por algún motivo me han quitado o no me han dado lo que necesité, está obligado a darme algo. Nadie, nadie, nadie nos debe nada. Si alguien quiere compartir “algo” de lo que tiene con nosotros es por pura gratitud o generosidad y no por obligación. La gratuidad nos pone en una situación de pobreza espiritual y libertad interior y nos sitúa en la vida con los brazos abiertos para recibir y para dar. Vivir diciendo «gracias» es reconocer que todo lo que sucede y vivimos es para nuestro crecimiento, para hacer aflorar y desarrollar la capacidad de amar. El amor, como afirma 1Cor 13, 4-7, es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso, ni jactancioso, ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor. No se deleita en la maldad, sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
La segunda vía de desarrollo y crecimiento del amor es la aceptación.
El camino de la aceptación, propia y de los demás, es arduo y no sin avances y retrocesos continuos, pero sin esta capacidad de amor hacia uno mismo no es posible aceptar y amar a los demás. La aceptación personal es una actitud positiva e incondicional hacia lo que somos pero sin ningún tipo de pavoneo narcisista. Aceptarse es el primer paso para conocerse y amarse. Es un camino de crecimiento auténtico sin evadirse de lo que esa aceptación conlleve, nos guste o no. Al aceptar lo que somos no firmamos una declaración de inmovilidad o estancamiento, sino que damos un primer paso para el crecimiento y maduración en el amor. Al aceptarnos construimos sobre la realidad que conocemos, que tenemos y sobre la realidad en la que podemos evaluar opciones. El que no se acepta no aceptará a los demás.
Que la aceptación conlleve una relación positiva con lo real no significa que tengamos que padecerla. La vida tiene dificultades, como contrariedades tienen las relaciones personales. Aceptar esta doble realidad nos conduce a convivir con lo que acontece verdaderamente y buscar caminos para hallar armonía interior. Para gestionar cualquier cambio primero tenemos que aceptar la realidad que conocemos y tenemos. La aceptación personal nos ayudará a buscar caminos de crecimiento auténticos si no nos evadimos de la realidad, si no maquillamos lo que no nos gusta y si aceptamos con paz que la vida y las relaciones son complejas. Pero, ¿Quién dijo que para desarrollar el amor necesitamos una vida fácil?
El tercer camino o vía de desarrollo del amor es la bondad hacia los demás y hacia todo lo que nos acontece.
No deja de sorprender gratamente lo que el amor, la aceptación y la bondad generan en cada uno de nosotros y en las demás personas. Tienen un efecto verdaderamente transformador. Es maravilloso ver lo que sucede en nuestro interior: sucede algo parecido a cuando contemplas una de esas obras de arte ante la que quedas maravillado y solo puedes expresar un “¡Qué buena es!”. Lo mismo ocurre cuando nos encontramos con personas que han abierto su interior y han dejado fluir el amor que hay en ellos. La esencia del «ser humano» contenido en el amor que hay en nosotros crece, se desarrolla y es bueno (Cfr. Gn 1, 31).
El amor nos hace buenos y la bondad comienza a ser una actitud que se asume ante la vida. Si has tenido la oportunidad de ver a una persona de carne y hueso -como tú y como yo- que consideras buena habrás notado lo bien que se siente estar cerca de ella. La bondad en las personas seduce, hipnotiza y cautiva como lo hace una bella obra de arte porque expresa su belleza inigualable, singular y «divina». Cuanto estás ante ellas puedes reconocer la mano del Artista. ¡Sin lugar a duda que puedes reconocer sus manos! Tal vez te preguntes: ¿Por qué entonces hay tanta gente mala en la calle y en todos lados? ¿Por qué, si hay amor divino en el ser humano, lo que vemos parece contradecirlo por completo? La respuesta también puede parecerte sencilla: porque no hemos desarrollado oportunamente lo que somos, lo que hay en nosotros, lo que somos en realidad.
Fuimos creados por amor y en el núcleo más íntimo de nuestro ser anidan el amor y la bondad. Somos seres capaces de crear, decidir, soñar, emprender grandes hazañas y, sin embargo, lo más importante es desarrollar la capacidad de amar. Todo lo que somos está en potencia y necesitamos ser conscientes de ello para hacerlo crecer. Nos toca como seres humanos desplegar ese potencial de amor y bondad que nos habita.
P. Javier Rojas, SJ
Rector del Santuario