La bondad herida

Ahondar

«Si perdemos la esperanza, perdemos la voluntad de vivir »

Hace unos meses atrás tuve la grata sorpresa de recibir un mensaje a través de las redes sociales que decía: «¿Se acuerda de mí, soy Gustavo, nos conocimos donde las paredes son de agua?» Mi sorpresa fue inmensa porque supe inmediatamente de lo que estaba hablando. Y agregó, «Llevo años queriendo encontrarlo y ahora estoy feliz de haberlo logrado». Me inundó una emoción muy profunda. Supe de quién se trataba, lo recordé. Vinieron a mi mente, como si fueran las escenas de una película, lo que compartimos, lo que vivimos, el tiempo que pasamos juntos y hasta las conversaciones que tuvimos. Siempre dije que soy muy desmemoriado, pero gracias a Dios la memoria es selectiva y emocional.

Aquella experiencia fue tan importante para mí, que guardé preciosamente el recuerdo del tiempo que pasé en aquella cárcel federal en México. Sí, estuve un mes viviendo con los presos en las Islas Marías y puedo decir que fue una de las experiencias más impresionante de mi vida, sucedió durante el tiempo de mi formación. ¡Me encantaría volver algún día! ¿Qué fue lo que aprendí estando con aquellos hombres? Desde que somos muy niños nos enseñan que existe el bien y el mal. Que los buenos son personas ejemplares y que los malos, si son criminales, deben estar en la cárcel. Pero sabemos que esa no es la realidad, porque ni “los buenos” son totalmente buenos, ni “los malos”, son totalmente malos. Ser un convicto no significa que se es una mala persona y ser un pecador tampoco. Cuando visitas las cárceles o te sientas largo rato en el confesionario, tarea que realizo ahora con un gusto enorme, te das cuenta de que hay personas que viven o hay pasado por un verdadero infierno. No pretendo justificar ningún delito, ni minimizar algún pecado, solo digo que cuando se conoce el sufrimiento de esas personas, te brotan lágrimas de compasión.

El juicio que hacemos sobre quienes están presos, como los que hacemos sobre quienes han pecado, o cuando nosotros mismos juzgamos nuestras faltas en lugar de dejar a Dios que Él haga su trabajo, nos metemos en un infierno mayor. Todos necesitamos una segunda oportunidad. No sé si el sistema carcelario lo procura, pero yo sí lo hago sentado en el confesionario. Y creo que todos debiéramos hacerlo, seas sacerdote o no, creyente o no, porque ¿Quién es la persona que podría decir “yo no necesitaré jamás volver a comenzar”? Este amigo que me contactó tuvo su segunda oportunidad. Hoy está casado, tiene una hija, tiene un trabajo y vive una nueva vida.

¡Todos cometemos errores! ¡Todos somos malos a veces! Toda persona, aún la más denigrada puede dar un giro a su vida, sólo que con ayuda. Cuando damos a otros la oportunidad de mejorar, les estamos avivando la esperanza, de lo contrario, se la quitamos. Y si se pierde la luz de la esperanza, se pierde la voluntad de vivir. Es muy triste encontrar personas que creen que los criminales no necesitan ayuda o que algún pecado sea “imperdonable”. Alguien se apiadó de mí en el momento de necesidad y no estoy seguro si le di razón suficiente para recibir el perdón, y esto me ayudó a seguir adelante. Jamás hay que quitar a alguien la perspectiva de que su vida puede cambiar. Todos debemos trabajar mucho para ver lo bueno que hay en las personas en lugar de lo malo. Miremos en nosotros lo bueno que hay en nuestro interior, dejando a Dios los errores que cometimos, y busquemos ser cada vez mejores.

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