Hay que tener cuidado de no confundir el «amor propio» con el «amor a sí mismo» del que habla Jesús en el evangelio.
El egoísta es quien se ejercita en edificar el «amor propio». El amor propio es un exceso de apego a sí mismo, a la propia imagen. Está compuesto de un montón de ilusiones, miedos, emociones, ideas sobre la realidad a las que, por desgracia, se aferra. Se cree más de lo que es y se admira a sí mismo. Compensa con la fantasía y la imaginación aquello de lo que en realidad carece: amor a sí mismo. El amor propio nace de la comparación con los demás. Se preocupa por forjar una imagen de sí mismo y trabaja para que los demás lo vean como él quiere verse a sí mismo. El egoísta vive enhebrando fantasías en su mente y su corazón, por eso raramente puede responder a las exigencias de un amor sano. El «amor a sí mismo», por el contrario, es algo muy distinto. Nace de lo más hondo de nuestro ser y no de la comparación ni del apego a la propia imagen. Ese amor surge de la conciencia de ser amado por Otro. Es la certeza de que la propia existencia es un don dado por Otro. Es un convencimiento de que no está en uno mismo el origen de la propia existencia sino en Dios, de quién se ha recibido todo el ser. Cuando no se ahonda en la conciencia de ser un don de Dios es muy difícil tener amor a sí mismo para amar a los demás. Sin «amor a sí mismo» podemos caer en muchas esclavitudes. Por eso es tan importante ahondar en el conocimiento personal porque nos ayuda a crecer y a ser mejores personas.