La sensación que se experimenta transitando los primeros cuatro escalones del Camino del Corazón es el calor de un pecho que nos cobija y donde podemos recostarnos y sentir que somos amados infinitamente; como el discípulo reclinado sobre el corazón de su maestro, como un niño cobijado en el pecho de su madre, igual que ese hijo que vuelve errante y necesita del abrazo del padre.
Las charlas de los miércoles del Sagrado Corazón transmiten eso: serenidad, hondura, paz interior. No es casual que sea el día de la semana donde el Santuario se colme tanto como la misa de sábado o domingo. Impresiona ver gente de todas las edades, papel y birome en mano, haciendo un silencio sepulcral y adentrándose en este misterio y milagro del amor inconmensurable del Padre.
¿Qué nos hace parar la rutina diaria para reflexionar? La necesidad imperiosa de calmar nuestro corazón inquieto, de sabernos amados a pesar de nuestras miserias, de nuestra frágil humanidad. Lo sabemos. Seguramente lo sabemos de sobra. Pero necesitamos que alguien nos lo recuerde, nos lo haga sentir bajo la mirada cariñosa de nuestra Madre.
Después de las charlas uno vuelve al quehacer cotidiano, a la rutina, quizás a las dificultades. Pero vuelve “abrazado”, sintiendo que no está solo, que somos un montón de fragilidades que necesitan sentirse queridas y aceptadas tal cual son.
Con la experiencia de haber vivido las charlas con las que celebramos la Novena de la Virgen de los Milagros, uno llega a la experiencia del Camino del Corazón sin el “factor sorpresa” pero con la certeza de que algo bueno va a pasar, que saldremos mucho más llenos de lo que vinimos y quizás también, por qué no, con muchos interrogantes que nos llevaremos como “tarea para el hogar” y que se quedarán rumiando un buen tiempo dentro nuestro.
Celebro estos encuentros. Y brindo para que estos espacios se multipliquen y que seamos muchos los que podamos ir a sentir el abrazo del Padre.
Gabriela Luncarini